Conocí a Sebastián cuando tenía 16 años. Era uno de los chicos más guapo y popular del instituto y cuando se interesó por mí, pensé que lo hacía porque quería reírse de mí con sus amigos, pero no fue así. Yo no era, lo que se dice, una chica guapa. No estaba mal, pero no era una adolescente exuberante que llamara la atención, sino todo lo contrario: era más bien tímida, apocada, poco habladora y que se avergonzaba de todo, y no vestía a la moda, sino más bien con ropa ancha que tapara mi cuerpo. No me gustaba lucir los cambios que estaba experimentando por mi paso de niña a mujer y, por eso, siempre iba vestida con camisas muy anchas. Fueron todas esas razones por las que no entendía como un chico como Sebastián estuviera interesado en mí, pero él me demostró durante todo ese curso que no pretendía reírse de mí.
Empezamos a salir el verano antes de mi último curso de instituto –Sebastián ya lo había terminado e iba a empezar 1º de Periodismo–, y yo me creí la chica más afortunada del mundo porque él era una auténtico príncipe azul: se desvivía por mí, estaba pendiente de mí, me trataba como una auténtica princesa y tenía muchos detalles románticos. ¿Qué joven de 17 años no se sentiría feliz y afortunada por tener a un hombre pendiente de ella?... Una muy inocente e inexperta de la vida, que no quiso ver las señales que le ponían sobre aviso de que no todo era un cuento de princesas.
Tras terminar el instituto, también comencé a estudiar una carrera. Quería ser bióloga y había trabajado muy duro, durante el instituto, para tener la nota necesaria que me permitiera hacer realidad ese sueño. La universidad –esa etapa en la que haces nuevos amigos, con los que desparramas en las innumerables fiestas a las que acudimos, en las que te sientes adulto para hacer lo que quieras, pero sin la responsabilidad de tener que trabajar para comer o para pagar los gastos de un hogar–, no fue como yo esperaba; ya que Sebastián comenzó a controlarme cada vez más, a medida que nuestra relación se hacía más estable.
Realmente, estaba tan enamorada de él que no quise ver que se enfadaba, cuando salía con mis amigas, por la falda «tan corta» que llevaba y que me hacía parecer «una buscona que solo buscaba que se la metieran»; o cuando le contaba algo de alguna amiga mía y las criticaba, resaltando que eran una mala influencia para mí porque me metían mucha mierda en la cabeza que me hacía no ser la mujer cándida de la que él estaba enamorado; o cuando me mandaba ocho y diez mensajes queriendo saber dónde estaba, con quién y cuándo pensaba volver a casa; o cómo poco a poco me iba metiendo en la cabeza que él me quería mucho más que mis padres y que a éstos no les caía bien –cuando la realidad era que mis padres sí estaban viendo todas esas señales e intentaban hacérmelas ver a mí–. A pesar de todas esas «red flags», yo seguí adelante con mi relación y nada más terminar la carrera nos casamos. Fue a partir de ese instante en el que mi vida se volvió un auténtico calvario, aunque la venda tan gruesa y tupida que tenía delante de mis ojos no me dejó ver lo que, realmente, estaba pasando.
La pena de estudiar una carrera en este país es que cuando acabas, al no tener experiencia, es bastante difícil que alguien quiera apostar por un novato o confiar en que será capaz de hacer un buen trabajo; por lo que me fue imposible encontrar trabajo. Durante meses me pateé Madrid y todas las empresas en las que pudiera trabajar, pero no tuve suerte y, pasados seis meses, me fui desinflando y deprimiendo porque veía que había estudiado cinco años una carrera para terminar de dependienta en cualquier tienda.
Mientras yo intentaba no hundirme y seguir con mi objetivo de trabajar en lo que deseaba, Sebastián, en vez de animarme para que no tirara la toalla y siguiera intentándolo, comenzó a convencerme de que no necesitaba trabajo porque, para eso, ya estaba él –que había tenido más suerte que yo, dándole un periódico la oportunidad de trabajar en la sección de deportes, nada más terminar sus estudios–; que con su sueldo, nos podíamos apañar sin necesidad de que yo tuviera que abandonar mi casa para ir a trabajar todos los días; que cuando tuviéramos niños, lo suyo era que me quedara en casa a cuidarlos; que para él, era mucho mejor que cuando llegara a casa, muy cansado, como cada día le pasaba, yo estuviera ahí para atenderle y hacerle la vida más fácil; que, en verdad, fuera su mujer florero.
Finalmente, me dejé convencer ¡y en qué hora lo hice! A partir de ahí, Sebastián fue minando mi autoestima tratándome con desprecio y haciéndome creer que era una mujer inútil, que ni siquiera mi propia casa sabía llevar; no sabía cocinar, no sabía atenderle y hacer que el señor estuviera a gusto en su casa; estaba seca por dentro porque no era capaz de ser madre –la naturaleza quiso que no tuviéramos hijos, bueno, más bien, mi naturaleza rebelde que, aunque muy escondida y atenuada, se negó a ser madre porque no me veía preparada y me tomaba la píldora a sus espaldas–; no era buena amante (lógico, cuando él iba a lo suyo, a su propio disfrute, y no le importaba si yo disfrutaba o incluso no alcanzaba el orgasmo); en resumen, no valía para nada.
Fueron muchos los años en los que mi persona, mi identidad como mujer, estuvo supeditada y sometida por ese hombre que decía amarme y que todo lo hacía por mí, pero no era verdad. Sólo lo hacía por él, por su ego, por creerse mejor que yo en todo –un ser superior a mí al cual yo debía lealtad y pleitesía–, y por creerme un ser inferior e inútil, al que había que enseñar a obedecer, acatar órdenes y estar a su servidumbre; ya que sin él yo era incapaz de enfrentarme a las vicisitudes de la vida porque era incompetente para valerme por mí misma.
Ahora, visto en la distancia, sé con total seguridad que lo que Sebastián quería tener, en realidad, era una esclava a tiempo completo, y que nunca me quiso; solo vio en mí a la candidata perfecta para ello. Durante dieciséis años estuve con un hombre que me humilló, insultó, hizo de menos, menospreció y me maltrató psicológicamente, haciéndome creer que yo jamás podría vivir –porque no valía para nada–, si no era con él; o que jamás nadie me querría como él lo hacía; o que sin él yo no era nadie ni nada; o que ¿dónde iba a encontrar un hombre como él que me mantuviera a pesar de ser la esposa más pésima que existía en la tierra?
Dieciséis años en los que me sentí como una auténtica mierda; en los que no me quería nada y solo vivía por y para él; en los que me consideraba un ser tan inservible que estaba en este mundo por estar, pero que si me iba de él, nadie lo notaría porque no valía ni un céntimo ni nadie jamás apostaría por mí. Durante todo ese tiempo estuve muy ciega y creo que jamás habría abierto los ojos, si no hubiera sido porque algo en mi cerebro se despertó, cuando quedé con mi mejor amiga, Lorena –la cual llevaba años intentando que los abriera–, y me enteré de algo que me impactó tanto, que una luz intermitente comenzó a parpadear en mi cerebro.
- ¿Te has enterado lo que le ha pasado a Rosa? –me soltó mi amiga, en medio de la conversación que estábamos teniendo como si tal cosa.
- ¿Qué Rosa?
- Nuestra compañera de secundaria, ¿la recuerdas? ¿Esa que en tercero tuvo que irse del barrio porque sus padres se separaron? –me especificó, al ver mi cara de no recordar nada.
- ¡Ah, sí, ya sé! ¿Qué le ha pasado? –me interesé al saber de quién me hablaba; una chica que conocimos en el primer curso del instituto y con la que congeniamos al segundo, pasando a ser las tres Marías, como nos bautizaron en el instituto, porque siempre íbamos juntas a todas partes.
- Que su marido casi la mata de una paliza –espetó de golpe y mirándome fijamente para ver mi reacción a lo que acababa de oír.
- ¡¿Cómo?! ¿Y tú cómo te has enterado? –quise saber sin poder salir de mi asombro.
- Su madre me llamó para contármelo. Sí, no me mires así; seguía en contacto con ella y nos veíamos de vez en cuando –me aclaró, ante mi mirada perpleja, de no saber que seguía siendo amiga suya–. Al parecer el hijo de puta de su marido le pega desde el primer día, pero ella siempre le justificaba y decía que había sido culpa suya. No es la primera vez que iba al hospital, pero siempre con moratones por los golpes y algún que otro hueso roto, pero esta vez… el malnacido… se ha pasado tres pueblos –susurró con la voz casi quebrada.
- ¿Qué le ha hecho? –quise saber, aunque algo me decía que no me iba a gustar nada la respuesta.
- Le ha pegado tal paliza que le ha perdido un ojo y le ha dejado en coma. He ido a verla, Ari, y casi vomito al ver el estado en el que estaba. No te puedes ni imaginar cómo tiene la cara, eso parece un cuadro cubista; no sabes ni qué parte es la nariz o sus labios, ¡está totalmente desfigurada! –dijo con la voz rota–. Los médicos no saben si se despertará del coma.
- ¡Jo-der! Pobrecita, menudo sufrimiento ha debido de pasar –balbucí–. ¿Llevaba mucho tiempo casada?
- Casada solo diez años, pero con él saliendo desde que se cambió de instituto, es decir, diecisiete años.
- ¿Y desde el primer día la maltrataba? ¿Y su madre o padre no le ayudaron a ver que ese hombre era un maltratador?
- A ver, desde el primer día no, pero poco a poco comenzó a controlarle qué debía ponerse de ropa, con quien ir, y la fue anulando hasta que del maltrato psicológico pasó al físico. Y sus padres si le han intentado ayudar, pero ya sabes: siempre es culpa de ella, ha sido un despiste… y otras excusas que se ponen las mujeres maltratadas.
- Ya…
Varias semanas después, una noche en la que Sebastián volvió muy cansado y, seguramente, enfadado por algo que le habría pasado, me insultó, como hacía cada noche, porque, según él, la cena estaba insípida y quemada. En ese momento, me acordé de Rosa y esa luz intermitente se tornó en una señal roja de alarma, enfrentándome a él y plantándole cara. Sebastián no se amedrentó y me levantó la mano. No me llegó a pegar –aunque hizo el ademán y bajó su mano hasta mi rostro, con toda su furia, controlándose en el último segundo y parándose a escasos centímetros de mi piel–, pero no hizo falta; al ver cómo estuvo a punto de soltarme esa hostia y ver rabia y odio en su rostro, un interruptor se activó en mi mente y, en ese mismo instante, tuve claro que yo era igual que Rosa: una mujer maltratada. Fue ahí donde mi cerebro dijo: «¡Basta! Este hombre no te merece, ni se merece tener a ninguna mujer a su lado».
Fue un divorcio muy difícil y complicado, pero gracias al apoyo de mis padres y de mi amiga Lorena, pude con él; no sin antes sufrir persecución y un fuerte acoso telefónico verbal y psíquico, por parte de Sebastián, pero la excelente abogada que contraté, con la ayuda económica de mis padres –ya que yo no tenía ni un euro en mi mano ni acceso al dinero que teníamos en nuestra cuenta bancaria–, consiguió que le pusieran una orden de alejamiento y, según pasaron las semanas, me fue dejando en paz.
No le reclamé nada en el divorcio. No quería nada de él, ni siquiera la parte que mis padres habían puesto para podernos meter en el piso –dinero que ellos prefirieron perder con tal de quitarme al indeseable de mi marido de encima–, solo deseé que desapareciera de mi vida para siempre y no volver a verle jamás, y me quedé con mi autoestima y mi dignidad, tan dañadas, que sabía que me iba a costar levantarme. Como jamás antes me había valido por mi misma y no tenía ni experiencia ni dinero, me tuve que ir a vivir con mis padres, con treinta y dos años, y depender de ellos hasta que me saliera un trabajo y pudiera empezar una vida independiente.
Esa fue mi idea nada más acabar el divorcio, pero nadie me advirtió de lo difícil que me sería volver a ser una mujer entera, segura de sí misma, independiente con las ideas claras y sabiendo lo que quería; una mujer que no se asustara de los retos o de las dificultades y obstáculos que le surgieran en la vida; una mujer que creyese lo suficientemente en sí misma, como para saberse capaz de poder hacer cualquier cosa; una mujer fuerte, decidida y echá pa’lante; una mujer que tuviera bien claro qué o quién no quería que estuviera en su vida; una mujer que, finalmente, volviera a creer en un hombre, en que había hombres buenos que la respetarían, valorarían y la dejarían volar con sus propias alas.
Sin embargo, durante varios años seguí sintiéndome de menos, poco válida, insuficiente para cualquier hombre que se me acercara a mí; sentí que no valía ni para trabajar ni para ser madre, en definitiva, ni para vivir. Pero que yo me sintiera así, no significaba que dejara de intentarlo, gracias al apoyo inestimable de mi familia y de mis amigas; ellos eran los que no me dejaban caer y me forzaban a seguir adelante, a seguir intentándolo.
Encontré un trabajo en un pequeño laboratorio que decidió darme una oportunidad y no la desaproveché. En apenas un año, me gané una buena reputación como genetista de una clínica de fertilización y, unos meses después, pasado ese año, me ascendieron. Con el sueldo que comencé a ganar, mucho más alto que el de simple técnico de laboratorio, me fui a vivir a un piso pagado y mantenido sin ayuda de nadie. Dos años después de mi separación, era una mujer independiente que se valía por sí misma y que no necesitaba que ningún hombre la mantuviera o le diera la vida que ella quería; ella solita se sobraba y se bastaba. Pero aún me quedaba algo que recuperar y era el saber elegir una persona que me acompañara en la vida y no me la coartara. Me faltaba volver a confiar en un hombre que me quisiera por mí misma y que no quisiera anularme como persona.
Hice algunos intentos, pero en cuando veía alguna señal que no me convencía, les daba carpetazo, hasta que apareció Fran. Un hombre bueno, cariñoso, no tan guapo como Sebastián, pero muy atractivo; que con su paciencia –y tenía mucha–, me fue ganando poco a poco y, sobre todo, ganando mi confianza. Sin saber qué me había pasado, pero intuyéndolo, comenzó a valorarme; a decirme, siempre que tenía ocasión, cuánto valía y lo fuerte que era; a realzar mis virtudes, siempre intelectuales; a quererme, como solo un hombre de verdad, sabe querer. Esperó todo lo que tuvo que esperar para que yo creyera en él y no saliera corriendo a la primera de cambio. Cuando me supe preparada para contarle la parte de mi vida, en la que había sido un mero cero a la izquierda, él me dijo con mucha calma:
- Ni él, ni nadie como él, te volverán a hacer daño. ¿Sabes por qué?
- No –contesté, muy extrañada con su reacción tan tranquila y misteriosa.
- Porque eres un ave Fénix que ha resurgido de sus cenizas y, ahora, ya sabe lo que NO –remarcó esa palabra– quiere en su vida. Solo espero que a mí, sí me quieras en ella.
Y claro que le quise.