¡Hola, holaaaa! Antes de contaros mi historia me voy a presentar: me llamo Ginebra, aunque todas mis amigas me llaman Bridge Jones. Os preguntaréis por qué, ¿verdad? Pues porque soy tanto o más patosa que ella. Sí, sí, como habéis leído, no hay desastre que se me resista, ni torpeza que no me pase a mí. ¡Soy un imán para las situaciones más vergonzosas, irrisorias y esperpénticas que os podáis imaginar! Seguro que estaréis pensando: «Buah, esta chica es un pelín exagerada». Pues no, no lo soy, y de pelín, nada; ¡vamos que soy un desastre con patas!
Fue esa forma tan particular mía de ser, la que me llevó a sufrir el más grande y absoluto episodio de bochorno –no solo propio, sino también, ajeno– de mi vida; eso sí, puedo aseguraros que después no faltaron las risas, pasando a ser la anécdota más contada de la historia de mi vida, la que peor lo pasé, y, además, en la que me di cuenta de que, en ese momento, estaba comenzando algo importante. ¿Queréis saber que pasó? Síííííí… Venga, pues os lo voy a contar, aunque me ponga más colorada que un tomate.
Era sábado por la tarde y había quedado con mis compañeras de trabajo: cuatro mujeres jóvenes –de entre 30 y 45 años–, solteras y sin compromiso, dispuestas a pasar una tarde-noche de fiesta; celebrando que habíamos terminado la oposición, a la que nos habíamos presentado, para afianzar nuestros puestos de trabajo. Había sido un año largo de solo trabajar y estudiar, y nos habíamos prometido que, en cuento hiciéramos el último examen, saldríamos a quemar Madrid. Y ahí estábamos las cuatro, bien emperifolladas –léase divinas de muerte y súper sexis–, aunque ninguna teníamos medidas perfectas, cada una con nuestra imperfección, éramos y somos bastante monas; por lo que, «¡temblad hombres que llegamos las cuatro mujeres maravilla!», fue nuestro lema de esa noche. No es que saliéramos con la firme intención de ligar, bueno… sí, básicamente era nuestro objetivo. Éramos cuatro lobas sueltas, dispuestas a hacernos un Shakira. Supongo que os preguntaréis por qué nos habíamos marcado ese objetivo, cuando, en realidad, deberíamos de habernos centrado en: divertirnos, pasárnoslo bien, bailar, beber y, sobre todo, desconectar de la presión y esfuerzo de todo un año encerradas sin apenas poder salir. Dejadme que os aclare esa más que lógica duda. Me gustaría que os pusieseis en nuestra piel: un año, un maldito año, estudiando; siendo unas auténticas monjas de clausura… ¿veis por dónde voy? Así que, ese día no solo nos íbamos a desfogar de nuestro encierro, sino también de nuestro celibato…ja, ja; vosotros ya me entendéis, ¿verdad?
Bueno, pues como os iba contando, quedamos en la plaza de Santa Ana, a eso de las seis de la tarde, para tomarnos un café o, quizás, empezar ya con las cervecitas; depende de lo que nos pidiera el cuerpo. Queríamos sentarnos en alguna terraza, ya que era primavera y hacía un día magnifico de sol y calor para estar al fresquito. Cuando íbamos andando por la acera, charlando animadamente entre las cuatro, no nos podíamos creer que ese día hubiera llegado y, ahora, solo nos quedara ver si habíamos conseguido los puntos necesarios, para quedarnos en el ministerio en el que habíamos entrado, hacía ya muchos años, como interinas. Las cuatro estábamos seguras que sí, pero nunca se sabe lo que pueda pasar; aun así, nosotras teníamos claro que, aunque alguna tuviera que irse a otro departamento, por no haber conseguido los suficientes puntos, esa amistad que había nacido entre nosotras, no se iba a perder nunca, y haríamos todo lo posible por vernos con frecuencia. Uff… que me despisto y os cuento algo que, realmente, no os interesa. Sigo con mi historia.
Íbamos andando por la acera y os explico cómo estábamos situadas, para que entendáis mejor todo lo que sucedió a continuación. La terraza la teníamos a nuestra derecha y nosotras andábamos en línea, ocupando tooooda la acera; siendo este el orden que llevábamos: la más pegada al bordillo de la calle era Cloe, a su derecha estaba Magda, a su derecha, Julia y a su derecha, yo. Pasábamos junto a una terraza, que estaba llena y no había ni una sola mesa libre, cuando mi amiga Magda dijo: «Cuarteto de Adonis a las tres en puntooo», y todas nos giramos a mirar dicho cuarteto. Mientras Julia miraba, se apartó un poco para dejar paso a un adolescente que venía en sentido contrario y, como era lógico, no le dejábamos espacio para pasar; con lo que, ella le hizo un hueco, pero no así yo. Yo, en ese momento, estaba girándome para mirar hacia los cuatro tíos que estaban sentados en la terraza y ni me di cuenta del chaval que, al pasar a mi lado, me empujó y, perdiendo el equilibrio, fui a caer en el regazo de uno de ellos. Al sentir que me caía, el instinto de protección que tenemos, me llevó a levantar las manos e intentar agarrarme a algo, pero, claro, en vez de agarrarme, las posé sobre el pecho de ese chico. ¡Uau… cómo estaba de duro y fibroso!, noté al contactar físicamente con él y comprobar que debía de tener un cuerpo de infarto; lo que provocó que mi imaginación volase, durante unos segundos, con que esa noche disfrutaba de un cuerpo así. El chico, al ver mi inmovilidad, carraspeó un poco, y yo levanté mi rostro, totalmente azorada y, seguramente, con dos rosetones bermellones en mis mejillas, para mirarle a la cara. ¡Por favor, qué guaaaapo era!, y mientras yo le observaba embobada, él me miró con tal cara de circunstancia y molestia, por tener a una desconocida sentada sobre sus rodillas, que me sacó de mi ensoñación y, rápidamente, me levanté para quitarme de encima de su regazo, con tan mala suerte que le clavé uno de mis tacones en uno de sus pies, haciéndole gritar de dolor.
Al oír su alarido, me moví para dejar de pisarle y mi ancha cadera golpeó la mesa, haciendo que esta se menease y todos los vasos se tambaleasen para volcarse y desparramar el líquido de su interior. Por suerte, sus amigos fueron rápidos en reflejos y cogieron sus vasos, no así el del chico que, al estar yo delante de él ocupando todo su espacio vital, no le dio tiempo, cayéndose el vaso sobre la mesa y liberando su cerveza, la cual rodó rauda y veloz directa a su pantalón, mojándole toda la bragueta. ¡Por Dios, le había tirado la bebida encima!
Sin pensármelo dos veces, cogí un montón de servilletas e intenté secarle lo mojado, tocándole, como era de esperar, su entrepierna, mientras no paraba de decir: «Perdón, perdón, perdón…». Él al sentir mi mano sobre su pantalón y en esa zona tan… íntima, se levantó de golpe para apartarse de mí, tirando su silla al suelo, que al ser de metal, rebotó contra la acera sonando como si llamasen a maitines; provocando que toda la plaza se quedase en el más absoluto y quieto silencio, y durante unas milésimas de segundo, todo el mundo mirase hacia nosotros; silencio roto al instante por las carcajadas de mis amigas y las de sus amigos que no pudieron parar de reírse durante un buen rato.
Yo deseé que me tragara la tierra, hacer un agujero y meter la cabeza dentro como los avestruces, que un rayo me desintegrase o que, simplemente, la tierra diera una vuelta completa sobre sí misma, en sentido contrario a las agujas del reloj, para que aquello no hubiera pasado; pero nada de eso pasó y lo único que pude hacer es pedirle millones de disculpas y comenzar a empujar a mis amigas para que siguieran andando y nos alejáramos de allí lo antes posible.
No llevábamos ni cinco metros andados –y mientras yo iba seria y muerta de vergüenza, mis amigas se reían y hacían chascarrillos sobre el roce de mi mano en su bragueta– cuando oí como me llamaba: «¡Señorita, eh, señorita!» Me hice la loca y no quise girarme para ver qué quería; seguramente, querría que le pagase la cerveza que le había tirado o ¡yo que sé!... no podía mirarle sin ruborizarme. Él siguió insistiendo, mientras se acercaba a nosotras; aunque yo estaba tan centrada en no escucharle que ni me di cuenta, hasta que gritó: «se le ha caído su móvil». En ese momento, eche mi mano al bolsillo del blazer que llevaba y, efectivamente, no estaba; me paré en secó y me giré bruscamente, provocando que él, al haberme alcanzado ya, se chocara contra mí; quedándonos pegados y mirándonos a los ojos a escasos centímetros uno del otro. Ninguno dio un paso para separarse del otro porque, no sé cómo explicarlo… pero, en mi caso, en ese mismo instante, sentí una descarga eléctrica que me recorrió todo el cuerpo y que me obligó a no moverme de ahí. Más tarde supe que a él le había pasado lo mismo, siendo ahí donde comenzó eso tan importante que os dije al principio.
A día de hoy, deciros, que ya llevamos 25 años juntos y somos padres de tres maravillosos hijos.