ELLA

«Maldita sea», refunfuñé al despertarme, como cada noche, desde hacía meses, por algo que no sabía qué era. Miré el reloj y marcaba la misma hora 4:37am. ¿Por qué coño me tenía que despertar a esa hora? ¿Sería que mi cerebro se había acostumbrado a sacarme de mi sueño profundo a la misma hora? Pero… ¿por qué? No, no creía que fuera eso; era más bien como si un ruido me despertase… no sé, un golpe, un movimiento. «Buah, deja de pensar, Gaia, y trata de dormite», me dije a mí misma. 

Me incorporé en la cama con intención de ir a la cocina a beber un vaso de agua, a ver, si así, ese desasosiego, esa intranquilidad o sensación extraña que se apoderaba de mí, cuando ese «algo» me desvelaba, se me pasaba. Retiré el nórdico, con el que me tapaba cada noche de ese frío invierno, y, como igualmente estaba ocurriendo ya de forma sospechosa, otra vez, una brisa gélida atravesó de lado a lado la cama y rozó la piel de mis manos y mi rostro. Un escalofrío recorrió mi cuerpo y la impresión de que había alguien conmigo, se asentó con aplomo en mi corazón y en mis nervios.

Levanté la mano y la moví delante de mi cara, como intentando espantar una mosca, aunque, en realidad, lo que quería echar, era esa sensación tan inquietante. Hice mi ritual de beber ese vaso de agua, costumbre que había cogido desde que empecé con esos desvelos, y me volví a meter en mi cama, calentita, quedándome dormida en menos de un minuto.

Cuatro días después… 

- Hola, hija, ¿qué tal? – oí la voz de mi madre, al otro lado del teléfono. Solíamos hablar muy a menudo para contarnos nuestras cosas. Siempre me había llevado muy bien con ella y, aunque ejercía como madre, fue muy comprensiva y supo entenderme como hija.

- Hola, mamá. Bien, ¿y vosotros? –le contesté, a sabiendas de su respuesta.

- Bueno, pasando el día, ya sabes. Tu padre como siempre, encerrado en sí mismo y sin apenas poder hablar con él, y yo, a mi manera –dijo, con cierto deje de profunda tristeza.

- Sí, lo sé, mamá. Aunque ya han pasado tres años, aún cuesta no pasar este día sin acordarnos, ¿verdad?

- Así es. Y sé que con esto que hacemos de llamarnos y hablar de ella, no nos la va a devolver, pero… no se a ti; a mí me ayuda mucho.

- Y a mí también, mamá, y a mí también –respondí, melancólica.

- La hecho tanto de menos, hija. No hay día que no recuerde su sonrisa, su alegría, su sentido del humor y lo bellísima persona que era.

- Ni yo, mamá, ni yo –una lágrima se escapó de mi ojo izquierdo y corrió rauda y veloz hacia mi mentón. Sabía que mi madre, seguramente, también estaba llorando –. Era la mejor persona que he conocido, jamás –añadí.

- Y tanto. Siempre preocupándose por nosotros; siempre queriendo ayudar y siempre estando ahí la primera para hacer más llevadero el dolor de los demás. Era la mejor en su trabajo. Y por eso, cayó de las primeras. ¡Maldita pandemia, maldito bicho que la arrancó de nuestro lado! –gritó, entre hipido e hipido del llanto que, estaba segura, se le estaba desbordando.

- Cálmate, mamá, por favor. Tenía todas las papeletas para contagiarse. Su hospital fue uno de los primeros en acoger la avalancha de enfermos que llegaron los primeros días, pero estoy segura que murió feliz por haber ayudado a tanta gente. Y si no, acuérdate la cantidad de flores que nos mandaron y la marabunta de gente que estuvo en su entierro. Seguro que allí donde estuviera, lo vio y se sintió de lo más querida.

- Cierto, hija, cierto –suspira–. Tenía un don especial al saber empatizar tanto con todo el mundo. Siempre que alguien tenía miedo o estaba preocupada o asustada, ella estaba ahí, utilizando una de sus historias inventadas para apaciguar ese temor. Y si no, acuérdate cuando tú eras pequeña lo que te ayudó con tu problema, dándote una solución tan simple –recuerda mi madre con orgullo.

 - Es verdad, mamá. Ella era muy especial –sonreí, ante ese recuerdo.

Lo que acababa de decir mi madre, trajo a mi cabeza una idea, ¿y si…? Terminé la conversación y me marché del trabajo directa a comprar una cámara que puse en mi dormitorio. No quería hacer ningún experimento, como pasaba en la película Paranormal Activity, pero, por lo menos, grabaría el sonido de lo que me estaba despertando. Un sonido que, por otra parte, creía ya saber cuál era. 

Esa misma noche…. 

Como ya venía siendo una costumbre, a las 4.37 am me desperté sobresaltada. De nuevo, ese ruido, que no lograba identificar, me había despertado. Pegué un salto de la cama y fui directa a coger la cámara. Estaba nerviosa porque, si mis sospechas se hacían realidad, por fin, sabría lo que estaba pasando. 

Con el aparato en mis temblorosas manos, rebobiné el video y lo paré en la hora 4.35. Durante los dos minutos siguientes, no pasó nada. Estaba a punto de apagar el video cuando lo oí y enseguida lo supe. Ese sonido tan inconfundible y que tantas y tantas veces había escuchado, no dejó lugar a dudas. Lo supe por el sonido del cascabel… era ella. 

Rápidamente, un recuerdo me invadió como un huracán. Tenía 6 años y ella 16, a las 4:37 de la mañana un fuerte trueno me despertó. Estaba tan asustada pensando que ese monstruo venía a por mí, que salí corriendo y me metí en su cama. Ella se giró, me abrazó, me dio un beso en la cabeza y comenzó a tararear una canción para que me calmase. 

Cuando la tormenta se fue alejando, sacó de su cajón un pequeño cascabel y me dijo: «Mira, enana. Cada vez que tengas miedo, haz que suene y los monstruos se irán». Así lo hice y las pesadillas desaparecieron. Abrí el cajón de mi mesilla y saqué, de una bolsita de tela pequeña, mi «espanta monstruos», ya ajado y un poco oxidado. 

-Eres tú, ¿verdad? –pregunté con el cascabel descansando sobre la palma de mi mano. 

Esperé unos segundos y, de repente, el cascabel se movió y sonó, y una amplia sonrisa creció en mi rostro. 

–Estás aquí resguardándome de mis sueños, ¿no es así? –vuelve a sonar.

-Gracias, Anamara. Te quiero, hermana. Nunca te olvidaré.